16 noviembre, 2011

Deliriums


Me pregunto porque no estoy escribiendo y me lo pregunto mientras escribo.
Extrañamente, si es una respuesta, aún no la entiendo. Nunca siempre se entienden
las respuestas, las soluciones, los milagros. Siempre queda algo más. Me distraigo.
El viento flota en la habitación como un aire de pesadillas, con ese afán inminente
de un golpe, de una explosión, de un crimen o de una pasión; todo aquello que sea
un poco trágico. Escribir lo es, no escribir aún más. El viento flota. 


El silencio es de las nubes y de los pasajeros sordos.


La lucha contra el demonio se toma su tiempo, macera, se deja estar a gusto.
El viento flota y las sábanas están ajadas. Tomo el libro de Zweig, es un libro viejo,
de tapas duras, del tamaño de un cuaderno de escuela primaria. El forro está impecable
en su desgaste inevitable, tanto en la tapa como en la contratapa y el lomo. En la tapa,
además, tiene grabada una lámpara de Aladino sobre un triángulo negro; secreto de genio.
La conquista fue inmediata. Es un libro perfecto, una obra de arte completa. Al abrirlo, un aroma fantasmal a tabaquillo se entrevera con el tueste de las hojas, embriaga los sueños y delirios de tres alemanes suicidas y poetas, poetas y posesos, poetas y prisioneros. 
Entonces, ya no escribo y al leer comprendo todas esas respuestas impensadas.

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