A cada lado de la ruta las palmeras se confunden entre arbustos, árboles, palmeras de alta alcurnia y todo tipo de vegetación tropical. Taíba aparece por primera vez en una señalización; unas decenas de kilómetros más. El viento es cálido pero no sofoca. Al borde del camino se levantan algunas casas de ladrillos pelados; algún que otro border roi camina buscando sus colonias y fantasmas. Hay charcos enormes que delatan las chuvas tropicales. Estamos próximos al Ecuador, o país tropical es aún más tropical en este litoral cearense de siestas interminables y maresia inoxidable.
Los nombres de los pueblos suenan en cada vistazo: Caucaia, Siupé, Cumbuco, Taíba, Paracurú. Podría uno meterse en alguno de estos poblados como en una novela de Amado, así como en el Caribe colombiano se puede dar con cada una de las micropolis caledeidoscopicas del rey Macondo. Estar aquí es hacerse historia. Sólo hace falta dejarse llevar, el viento hace el resto, la cordura es una recta tramposa. Hay un desvío: y al acercarse a Taíba el pavimento empeora, se transforma en una dentadura cariada de tantos dulces abandonos, los parches son meras excusas de color. El viento hace memoria, y por un segundo el mundo parece suspendido, infla sus pulmones sólo para soplar aún con más fuerza; un demente canta en otra lengua que el viento nos llevará, ralla la locura… por lo que habrá que taparse los oídos, o, simplemente, aprender a volar.
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